EXILIADOS DE LA SALUD
Migrar con cáncer
Maribel Zúñiga y Abdel Padilla
Cada año se registran en Bolivia 150 casos de cáncer infantil. De ellos, entre 10 y 15 emigran en busca de ayuda a la Argentina, y en especial a Buenos Aires. Es un viaje sin pasaje de retorno que las familias emprenden solas, expulsadas por un sistema de salud que las desahucia prematuramente.
Diagnósticos tardíos e imprecisos, tratamientos de costos prohibitivos, además de la falta de equipos, medicamentos y especialistas son la antesala de un doble drama que puede durar varios años y que, en la mayoría de los casos, pasa desapercibido para el Estado boliviano: migrar con cáncer.
La huida
De La Paz a Buenos Aires
Nuestra salida de Bolivia fue en realidad una huida. Luego de varios meses peregrinando por hospitales públicos y consultas privadas, los médicos de un hospital de La Paz detectaron una masa en el abdomen de la menor de nuestras hijas y decidieron operarla para tomar una muestra. El día de la operación uno de ellos faltó y la cirugía se postergó. Fue un viernes.
El domingo, sin informar al hospital y a sugerencia del pediatra de la familia, que pidió que en Bolivia no la tocaran, partimos hacia la Argentina con nuestras dos hijas y un diagnóstico de pesadilla: un riñón con función disminuida, el riesgo de que se desate una embolia durante el vuelo y un tipo de cáncer prácticamente confirmado.
Las niñas creían que iban de vacaciones, nosotros sabíamos que comenzaba el peor de nuestros calvarios. La huida se había consumado y el exilio estaba en marcha.
En La Paz dejamos una casa comprada hace no más de cinco años, una vagoneta Suzuki modelo 95 con el cartel de “se vende”, platos sin lavar y camas sin tender.
Y también se quedaron Canela y Bruno, las mascotas de las niñas, la primera con los abuelos y el segundo con las tías.
Del vuelo solo recordamos que fueron tres horas interminables, que mentimos en Migración y que agradecimos al tocar tierra por que en el cielo no pasara nada.
En Buenos Aires nos recibió un familiar, que nos alquiló un departamento de dos ambientes utilizados hasta ese día como depósito, con dos camas de una plaza, un sillón, una mesa y un televisor de pantalla curva. Tuvimos suerte porque la mayoría llega sin saber dónde dormirá esa noche y qué comerá ese día.
El lunes 17 de noviembre de 2014, muy temprano, nos dirigimos al Hospital Juan Pedro Garrahan, en el barrio Parque de los Patricios, al sur de la ciudad. Antes de entrar, nos detuvimos por unos segundos. Verlo tan grande nos inspiró confianza, pero también nos recordó un temor que nos martirizaba desde que salimos de Bolivia: que nos rechazaran por ser extranjeros.
Ingreso al Hospital Juan Pedro Garrahan por la calle Pichincha, en el barrio Patricios de Buenos Aires.
Ingresamos al hospital como lo hace cualquier familia argentina, por Emergencias o Guardia.
Enseguida, tres cosas nos llamaron la atención: el poco tiempo de espera, el buen trato y una frase que, si habría sido escrita, debiera estar en el frontis de cualquier hospital pediátrico del mundo: “El único requisito para que su hija sea atendida acá es que esté enferma”. Nos lo dijo la oncóloga de turno que nos recibió cuando le confesamos que éramos extranjeros. Desde ese momento volvimos a creer en los ángeles de carne y hueso.
Aunque sentimos una extraña mezcla de alegría y desesperanza, habíamos logrado el primer objetivo: ser aceptados en el mayor hospital pediátrico argentino, y quizás latinoamericano.
Así comenzamos una impensada como inolvidable etapa en la familia, lejos de nuestra patria y sin fecha de retorno. Una historia que comenzó 10 meses antes.
El más grande
Fundado el 25 de agosto de 1987, el hospital Juan Pedro Garrahan es el centro pediátrico de referencia en salud pública, gratuita y de alta complejidad de la Argentina.
Es un crisol de especialistas que cada año realizan más de 600 mil consultas y 10 mil cirugías, en 200 consultorios, 18 quirófanos y áreas destinadas a trasplantes, neonatología y quemados, entre otros.
Por fuera, es más que un enorme edificio, es un complejo vivo
desplegado en un manzano, cercado por calles y jardines, que se conectan con pasadizos laterales y un ingreso frontal para confluir en un atrio, que ya por dentro, se asemeja a la cubierta de un barco. Desde ahí se extienden pasillos de color naranja, violeta, azul, rojo, verde y amarillo, que identifican y conducen a cada servicio médico.
Este último, el amarillo, lleva al Centro de Atención Integral del Paciente Oncológico. Ahí se atienden el 32% de los casos de cáncer infantil de la Argentina, además de pacientes con este problema que provienen de países limítrofes, como Bolivia.
Con datos de:
Las primeras señales
Nuestro pesar comenzó al menos 10 meses antes, a fines de febrero de 2014, cuando, durante un viaje en el feriado de Carnaval, nuestra hija se quejó de un leve dolor en la pierna derecha, que al inicio pensamos era una molestia pasajera, sin embargo, fue la tímida señal de algo peor.
En el cáncer es el silencio el que mata. En realidad, el cuerpo habla pero la persona no escucha. En el caso de los niños, los padres detectan estas señales, pero la mayoría de los médicos, al inicio, las aminoran, y son muy pocos los que se animan a ir más allá de la receta basada sólo en síntomas clínicos.
Cansancio repentino, falta de apetito, moretones que se confunden con golpes, náuseas y vómitos que se justifican con mala digestión... Todos son síntomas de algo pasajero, pero pueden ser señales de algo más, si van juntas.
Manchas y moretones en el cuerpo pueden deberse a golpes pero también ser una señal de algo más.
El dolor en el muslo pasó o nuestra hija quiso ocultarlo, pero la molestia volvió y se hizo recurrente. Luego vinieron las infecciones urinarias y las fiebres prolongadas.
Esto nos obligó a peregrinar durante semanas por consultorios médicos, laboratorios y remedios caseros, no sólo en La Paz sino también en Santa Cruz. A veces, en un mismo día, pasábamos de las prescripciones de medicamentos innombrables al mate de coca de la abuela; y de los análisis en laboratorios a los masajes nocturnos maternos.
Al cabo de algunos meses y de un rosario de resultados laboratoriales, se determinó que la pequeña, que estaba a punto de cumplir 8 años, tenía una hidronefrosis en el riñón derecho, es decir una inflamación de este órgano, que en realidad no es una enfermedad, pero sí una señal de que algo malo estaba pasando.
Ese algo tomó forma palpable a fines de noviembre de 2014, cuando un médico amigo detectó una pequeña masa en el abdomen de nuestra niña.
En el cáncer es el silencio el que mata. En realidad, el cuerpo habla pero la persona no escucha.
Desde aquel leve dolor en la pierna derecha hasta el diagnóstico clínico de la enfermedad, y luego de innumerables visitas médicas, pasaron 10 largos meses.
Nuestro caso no es el único. En prácticamente todas las historias que conocimos existe un elemento común: todos sufrimos por diagnósticos imprecisos y tardíos, que en algunos casos tomaron más de dos años.
Si a esto se suman los tratamientos de costos prohibitivos y la falta de equipos, al igual que de especialistas y medicamentos, tenemos una combinación maligna que hace que la migración no sea una opción, sino un cruel destierro, un dramático exilio de un sistema de salud que nos expulsa hacia países como Chile, Perú, Brasil, Estados Unidos y Argentina.
El aeropuerto de Ezeiza, en Buenos Aires, es una de las puertas de entrada a la Argentina, por la que decenas de bolivianas y bolivianos pasan diariamente.
"Chantajeamos a Dios"
La primera internación fue casi de un mes, entre noviembre y diciembre de 2014, una de las más prolongadas del tratamiento. La mayoría de los análisis hechos en Bolivia durante 10 meses, debimos repetirlos en solo un par de semanas: hemogramas, ecografías, tomografías e interconsultas con otras especialidades.
Luego de tres semanas de internación, el jueves 15 de diciembre de 2014, la oncóloga nos llamó a una reunión privada.
Las malas noticias antes que oírlas uno las adivina en los ojos del mensajero. Frío y taquicardia anuncian lo inevitable. Una especie de ritual al pie del altar de la ciencia, una ceremonia íntima entre la médica y nosotros, que comienza con el temido anuncio y termina con la clasificación y estadio del tumor.
Este es un momento clave y constitutivo porque de ello depende el tipo de tratamiento y el pronóstico, que a la vez marca los límites entre la medicina y la fe, límites que generalmente no se respetan.
La biopsia confirmó la enfermedad, con una clasificación, al inicio, innombrabable: linfoma linfoblástico abdominal no Hodgkin de linfocitos B, pero con un pronóstico de vida: entre 8 y 9 de cada 10 niñas se curan.
Cuando salimos de La Paz nos dijeron que había un 1% de probabilidad de que no fuera cáncer, y en Buenos Aires el pronóstico decía que había entre 80 y 90% de posibilidad de curación. Para nosotros, las cifras se dieron vuelta y esa era la señal que esperábamos.
El pasillo amarillo conduce al pabellón oncológico del hospital Juan Pedro Garrahan.
Cuando un padre se entera que su hija tiene cáncer, lo primero que se pregunta es “por qué”, “por qué a mí”, “por qué a mi familia”, pero especialmente “por qué a una niña”. En medio de la incertidumbre y la penumbra solo quedan dos caminos: victimizarse, que es como perder antes de comenzar, o creer que todo saldrá bien y caminar para adelante sin mirar atrás.
Si bien es un momento en el que todos vemos hacia el horizonte, no existe una reacción que sea igual a la otra. Como fuere, es el inicio de algo nunca vivido, aunque siempre temido. No hay manuales a mano ni consuelo que sean suficientes. Lo más cercano son personas que pasaron por esto o conocen a alguien que lo hizo, y en eso no hay duda: siempre hay quien conoce a alguien que tiene o tuvo cáncer.
Luego pasamos del sentimiento de culpa a la necesidad de creer y vivir. Ahí es cuando uno sabe de qué está hecho.
Ese día hicimos la mayor de las apuestas: chantajeamos a Dios. Nos acercamos a la ventana y oramos: “Señor, solo te pedimos una cosa: cuando todo termine, llora con nosotros… de felicidad”.
El estigma
Sabíamos que era el momento de hablar sobre el tema con nuestra hija. Pero cómo explicarle a una niña qué es el cáncer y por qué ella lo tenía.
La metáfora más próxima que encontramos fue la del monstruito que invade el cuerpo, que es como Estela Coleoni, hemato-oncóloga del Instituto Oncológico del Oriente Boliviano, en Santa Cruz, lo explica a sus pequeños pacientes.
“Se llama cáncer porque es una célula que tenía funciones normales pero que, de pronto, por un mecanismo externo, se transforma en una célula maligna. Estas células se clonan para formar, en los tumores sólidos, una masa, y en los tumores líquidos se disemina por la médula ósea. Lo malo del cáncer es que invade otros tejidos y los destruye; es como un monstruito dentro de nuestro cuerpo”.
Estela Coleoni, hemato-oncóloga del Instituto Oncológico cruceño
Se dice del cáncer que es toda una lotería, que a cualquiera le puede pasar. En el caso de los adultos, cuya incidencia es de 4.000 casos por un millón, existen factores de riesgo como el tabaquismo o el sedentarismo, sin embargo en niños y niñas quizás nunca se sabrá con precisión por qué forman parte de esos 150 casos anuales por cada millón.
Fuente: Ministerio de Salud de Bolivia
Según datos oficiales, Bolivia también tiene un nivel de incidencia similar a los registros mundiales de cáncer infantil, siendo las leucemias (cáncer en la sangre), linfomas (en el sistema inmunitario) y retinoblastomas (en la retina) los tres tipos principales.
Sin embargo, el “monstruito” que invade el cuerpo no es pedagógicamente suficiente frente al estigma del concepto como sinónimo de muerte.
No es una tarea fácil limpiar la imagen del cáncer, ya que tenemos en frente a la televisión, la familia, los amigos, las redes sociales y hasta cierto personal de salud que todos los días nos recuerdan lo contrario. Nunca olvidaremos la reacción de una enfermera que nos vio desanimados y algo anémicos y nos advirtió que nos cuidáramos porque “nos íbamos a morir antes que la nena”. El problema es que lo dijo delante de ella.
Para hablar del cáncer, la sociedad recurre a la metáfora militar, por lo tanto no estamos frente a una enfermedad, sino a una guerra.
Sin duda fue un comentario involuntario pero reflejo al fin de una sociedad trabajada lentamente por la metáfora militar a la que se recurre para hablar de esta enfermedad, y a la que hacía referencia Susan Sontag en su libro La enfermedad y sus metáforas:
Esas “células invasoras” que se combaten con un “arsenal” de medicamentos para librar una “batalla” de la que todos queremos que el paciente salga “vencedor”. Por lo tanto, no estamos ante un tratamiento, sino ante una “guerra”, y en una guerra hay heridos y bajas. Pero también “guerreros” y “vencedores”.
Una enfermedad millonaria
Como toda “guerra”, la que se libra contra al cáncer es costosa, incluso millonaria, ya que los tratamientos pueden ir desde miles hasta un millón de dólares. Lo dice el responsable del Servicio de Hematología y Oncología del Hospital Garrahan, Pedro Zubizarreta:
Pedro Zubizarreta, responsable del Servicio de Hematología y Oncología del Hospital Garrahan
— Tanto así, ¿puede un tratamiento oncológico costar más de un millón de dólares?
— Sí. Un niño que tiene una enfermedad complicada, que requiere medicamentos caros, que recae, que necesita un trasplante de médula ósea no relacionado, la búsqueda del donante a nivel internacional, el donante que, por ejemplo, es de Alemania, el transporte de la muestra, sin olvidar posibles complicaciones.
Si eso sorprende, quizás lo haga más el hecho de saber que gran parte de estos costos en Argentina y en hospitales como el Garrahan son cubiertos por el Estado.
Es por ello que existe la presunción de que el económico es el motivo principal por el que las familias bolivianas y de otros países migran hacia la Argentina, lo que en algunos casos es cierto y en otros no, ya que muchos padres y madres viajan sin saber de la gratuidad del servicio y solo en busca de una oportunidad de cura para sus seres queridos.
— Tú sabías que el tratamiento era gratuito, le preguntamos a María, de Cochabamba, y cuya hija hizo el tratamiento en el Garrahan por un tumor de wilms, adosado a uno de sus riñones.
— No, no sabía. Recién te enteras cuando empiezas a hacer el tratamiento de que es una enfermedad millonaria. Por lo menos en Bolivia, cada tomografía o resonancia te sale 1000 dólares, 1.500 si lo haces en un mejor lugar. Y cuántos de estos estudios necesitamos durante años y años.
No existe un registro oficial, en ninguno de los dos países, de cuántas familias de niñas y niños bolivianos con problemas oncológicos migran cada año hacia la Argentina. El que fuera cónsul general de Bolivia en Argentina y ex ministro de Salud boliviano, Ramiro Tapia, estima que podrían ser entre 10 y 15 familias por año.
Lo que sí se conoce es que el porcentaje de extranjeros atendidos en el Garrahan es del 1%, que si bien parece un porcentaje bajo, cuando se lo compara con los casi 27.000 egresos y 320.000 consultas que se registraron, por ejemplo, el 2017, representa un número interesante.
“La realidad es que ese 1% implica tratamientos de mayor complejidad, por lo tanto de mayor costo”, dice Ana Brun, directora de Atención al Paciente de este hospital.
Ana Brun, directora de Atención al Paciente del Hospital Garrahan
En el Garrahan se tratan el 32% de los casos de cánceres infantiles de la Argentina, unos 420 nuevos al año, entre ellos pacientes llegados de otros países como Paraguay, Uruguay, Perú, Colombia y Bolivia.
En el caso boliviano, la gente migra porque la salud pública, propiamente dicha, no existe, y lo que se llama Seguro Único de Salud protege efectivamente solo a una parte de la población, por ejemplo menores de cinco años, cuyos tratamientos, incluidos los oncológicos, son en gran parte cubiertos. La pregunta es: qué pasa con los mayores de cinco años (gran parte de las entrevistas del reportaje se hicieron antes de que se aprobara el Seguro Único de Salud, que reemplazó al Seguro Universal, y antes de que se promulgara una ley del cáncer en 2020).
Exministra de Salud: “El SUS cubrirá el diagnóstico y tratamiento del cáncer pediátrico”
Si bien en la recientemente aprobada Ley del llamado Seguro Único de Salud (SUS) no existe ningún artículo que haga referencia a los casos oncológicos en general y a los pediátricos en particular, la entonces ministra de Salud, Gabriela Montaño, afirmó en una nota publicada en el portal de dicho Ministerio que la cobertura para estos últimos será prácticamente total. “Dejamos en claro que el SUS cubrirá el diagnóstico y tratamiento del cáncer pediátrico, inclusive exámenes, como la resonancia magnética, que son muy costosos”, dijo Montaño en una reunión con los padres y madres de familia del Instituto Oncológico del Oriente Boliviano, en Santa Cruz de la Sierra.
Semanas después, los padres de los niños internados con problemas oncológicos en el hospital de El Niño, principal referente pediátrico de la Sede de Gobierno, se quejaron por la suspensión de cirugías debido a la falta de insumos y medicamentos.
“Como Estado todavía no podemos cubrir todos los gastos, hacemos el esfuerzo para que lleguen los medicamentos más caros, por ejemplo la L-Asparaginasa, que cuesta 2.200 bolivianos por unidad (algo más de 300 dólares). Pero tenemos que ser muy conscientes de que eso no es suficiente, por ello es importante reconocer el apoyo de la cooperación internacional a través de diferentes fundaciones”, dice, por su parte, el que fuera el responsable nacional de Enfermedades no Transmisibles del Ministerio de Salud de Bolivia, Adolfo Zárate (la entrevista se la hizo mientras aún estaba en dichas funciones), y hoy funge como vocero nacional del SUS.
Adolfo Zárate, vocero nacional del SUS
La cooperación a la que se refiere Zárate es la que ofrecen grupos de voluntarios que han decidido ponerse sobre las espaldas el peso de cubrir gran parte de los tratamientos médicos de casos de cáncer pediátrico, es decir cumplir con una función que en otros países la hace el Estado.
— ¿Por qué lo hacen, por qué asumen una función que le corresponde al Estado?
— Porque si no lo hacemos, los niños se mueren, responde sin rodeos Susana Bedregal, de la Fundación San Luis, que trabaja directamente con el Hospital del Niño de la ciudad de La Paz, al que provee de medicamentos y de otros insumos para los distintos tratamientos.
Susana Bedregal, Fundación San Luis
"Vete del país"
La ausencia de Estado en la atención de los niños con cáncer no sólo deriva en las migraciones forzosas sino también en que muchos padres de pacientes en Bolivia abandonen los hospitales con sus hijos o soliciten su alta al no poder pagar los elevados costos.
Estas prácticas no son una excepción, ya que en centros de referencia como el Hospital del Niño en La Paz, el porcentaje de abandono pase del 30%, lo que también incrementa la tasa de mortalidad.
— Nuestra tasa de mortalidad se incrementa por el abandono, que responde a muchos factores, principalmente el económico, aunque también hay papás que ven que sus hijos han mejorado con el tratamiento y se los llevan prematuramente, o quienes optan por la medicina alternativa ante las largas distancias que deben recorrer desde sus lugares de origen hasta el hospital, dice Susan Sardinas, oncóloga del Hospital del Niño de La Paz.
Susan Sardinas, oncóloga del Hospital del Niño (La Paz)
La desesperación ante esta realidad es tal que muchas veces son los propios médicos quienes sugieren la salida del paciente a otro país.
“Por eso la gente se va del país y a veces nosotros los mandamos, porque sabemos que ese niño va a necesitar resonancia y radioterapia, y les decimos ‘vete porque aquí, aunque tenga el conocimiento, no voy a poder ayudarte’. Porque sabemos que una resonancia te cuesta más de 6 mil bolivianos (cerca de mil dólares) y una radioterapia eso o más, dependiendo de cuánto tienen que irradiarse, y la gente no tiene ni para comer. Además, no tenemos un equipo ni la gente preparada para dar radioterapia adecuada a los niños, o sea que estamos en pañales”.
Beatriz Salas, oncóloga de Cochabamba
Las palabras son de Beatriz Salas, responsable del Servicio Pediátrico Oncológico del Hospital del Niño de Cochabamba, una de las cinco oncólogas pediatras del país, que día a día enfrentan desafíos de una enfermedad cuyos casos se multiplican, pero no los medios para combatirla.
Sin embargo, cuando un padre o una madre en Bolivia se entera que su hijo tiene cáncer, migrar a otro país no es su primera opción porque la mayoría decide quedarse. De hecho, si cruzamos los datos del Ministerio de Salud con los del Consulado Boliviano en Buenos Aires, tenemos que solo un 10% de los casos nuevos sale del país.
Quedarse, empero, implica saber que el tratamiento —a pesar incluso del aún incipiente SUS y la aprobada Ley del Cáncer— tendrá un costo elevado, que algunas interconsultas con otras especialidades o estudios deberán hacerse fuera del hospital o que sus hijos perderán al menos un año de colegio. Es decir que no contarán con un tratamiento gratuito e integral.
Y lo del colegio no es un dato menor. Entre las tantas cosas que agradeceremos a Argentina es que mientras nuestra hija hacía el tratamiento en el hospital, tenía una profesora hospitalaria; y mientras estaba en casa, tenía una profesora domiciliaria, ambas pagadas por el Estado. Es decir, que no perdió el año escolar ni su derecho a la educación. En Brasil también sucede lo mismo, pero en Bolivia, exactamente lo contrario.
¿Qué pasa si, en lugar de migrar, decides quedarte en el país a hacer un tratamiento oncológico? Los registros de los siguientes testimonios fueron realizados entre el 2016 y el 2017.
"Mamá, ¿esa
soy yo?"
Del primer año de tratamiento, los seis primeros meses fueron los peores. Las visitas diarias de madrugada al hospital, las internaciones de noches interminables al pie de la cama, los pinchazos que dejan callos en las venas, las quimioterapias que tiran las defensas por los suelos, las fiebres inesperadas, las continuas transfusiones, las inevitables punciones lumbares, las dietas insípidas, los juguetes empolvados y las casas convertidas en claustros con pequeños habitantes de miradas quebradas detrás del barbijo y debajo de una gorra… Y la inevitable caída del pelo.
Si la muerte es la estampa del estigma social del cáncer, perder el cabello y usar barbijo, es su marca. Lo del barbijo lo superamos cuando la convencimos de que ese pedazo de tela blanca era como tener una máscara, como las que usábamos en las fiestas. Lo del cabello, en cambio, nos costó un poco más.
Fue durante nuestra primera salida al zoológico de Palermo, a mediados de 2015, una salida que la familia esperaba con ansias. Habría sido la mejor visita que hasta ese momento hicimos en Buenos Aires, si no fuera porque, al final, nuestra niña pidió entrar al baño y fue la primera vez que se vio, de cuerpo entero, en un espejo. Lo único que preguntó fue: “mamá, ¿esa soy yo?”
Muchos padres y madres se rapan el cabello para así acompañar a sus hijos. Otros, los menos y en especial si son niñas, usan pelucas. La mayoría, opta por gorras y sombreros. Como fuere, es un tiempo corto porque, como los propios oncólogos lo repiten, los padres lo constatamos y los niños lo celebran: “el cabello vuelve a crecer, y mucho más lindo”.
Este momento es quizás cuando más se siente el destierro porque se extraña todo: la familia, los amigos, la tierra, la comida… Todos lamentamos no poder seguir el tratamiento en Bolivia en las mismas condiciones, pero somos conscientes de que no podemos volver, no aún.
Unos pocos retornan temporalmente para ver a sus otros hijos o hermanos, y hay quien se anima a seguir el tratamiento en su ciudad de origen. De algunos de ellos no supimos más y a otros los vimos, al poco tiempo, volver a Buenos Aires.
Viajar para reencontrarse con la hermana o el hermano, o el padre que se quedó para trabajar y enviar dinero, es parte del tratamiento. Si no lo es, debiera serlo, ya que el desarraigo deprime y mata las defensas.
Nosotros tuvimos la suerte y el valor de venir con toda la familia. Fuimos una excepción, ya que la mayoría sufre la fragmentación familiar, como fue el caso de Juana, de Oruro, cuyo hijo menor fue diagnosticado el 2014 con un craneofaringioma, un tumor en el cerebro.
"Dejar a mi hija mayor en Bolivia es una de las cosas que más me dolió. Nos comunicábamos, pero no es lo mismo. Ella vivía con un familiar, pero no sé si alimentaba bien, a qué hora volvía a casa o si tenía un novio", dice.
Con el tiempo, algunas de las familias hacen un esfuerzo y se reunifican. Fue el caso de Juana.
Juana y su hijo, luego de visitar a unos paisanos en Buenos Aires (2015)
Una vez que la familia ya está unida, sucede otro fenómeno igual de complejo: la adaptación a un medio, personas, costumbres y modismos que nos son, por lo menos al inicio, ajenos.
La primera sensación es el recelo, luego sorpresa y finalmente la constatación de que nos parecemos más de lo que pensábamos.
Desde luego, como en cualquier otra nación, también hay discriminación:
“A veces cuando vas en el bus o en la calle, no falta quien te recuerde que les estamos quitando camas en los hospitales a los argentinos, y aunque ellos saben que eso no es del todo cierto, ya te lo dijeron”, dice Doris, de Santa Cruz, cuya hija fue diagnosticada con leucemia.
El otro gran problema es la vivienda. “Si alquilas, es muy caro; si vives con un familiar, generalmente no es en las mejores condiciones. Por ejemplo el baño para niños con problemas oncológicos debe ser, en la medida de lo posible, exclusivo”, complementa Lucía, de Potosí.
“Una noche salimos del hospital a las 10 de la noche, no sabíamos dónde íbamos a dormir, solo nos pusimos a llorar con mi hija, mientras esperábamos, sentadas en una de las aceras del hospital, que mi esposo encuentre un alojamiento cercano y barato”, cuenta Julia, de Tarija.
Una compatriota reza ante la imagen de la virgen de Luján, en el atrio del hospital Garrahan
"Intentaron secuestrar a mi hija"
Un día, mientras mi hija menor hacía el tratamiento en el hospital Garrahan, enviamos un remís (taxi) a que recogiera a mi hija mayor, para llevarla de la casa al colegio. Sin embargo, no sabemos cómo, llegó otro vehículo a la casa, ella se subió pensando que era el que enviamos y cuando estaba a punto de partir, lo interceptó el conductor del remís que llamamos originalmente y prácticamente la obligó a hacer el transbordo a su carro. Si no era por la intervención oportuna de esta persona, no sé qué sería de ella en este momento. Intentaron secuestrar a mi hija. (Testimonio de una madre paceña radicada en Buenos Aires).
Triángulo virtuoso
El segundo año las visitas al hospital fueron semanales, la quimioterapia la recibimos por vía oral, la dieta aún exigía cuidado pero la sal volvió a la mesa, el barbijo lo usábamos solo para salidas al hospital y la gorra, otra vez al armario. Pero, sin duda, lo mejor fue la vuelta al colegio, nuevos amigos y una nueva vida.
Esta es la fase de los controles a través de hemogramas o análisis de sangre. La condición para seguir adelante es que el hemograma cada visita al hospital oscile entre dos mil y cuatro mil glóbulos blancos, ni más ni menos, es como si toda la fe de nuestra historia familiar estuviese hipotecada en ese rango. Desde entonces esa hipoteca la pagamos en cada control.
Para entonces, ya aprendimos a vivir dentro de un triángulo casi virtuoso que se convertirá en uno de los secretos del éxito: en un vértice la atención médica integral, en otro la buena alimentación y en el tercero, la familia y el soporte espiritual.
Y sobre esto último, todos tenemos algo que contar: la persona desconocida que apareció de repente para darnos un consejo o solo un abrazo; el versículo marcado luego de abrir una página de la biblia al azar; los sueños; las continuas llamadas de gente con los que habíamos hablado una sola vez en la vida, que van a contramano del olvido de los amigos de siempre.
En el capítulo 22 de la octava temporada de la serie La familia Ingalls, James, uno de los hijos adoptivos de Caroline y Charles, es herido en un asalto al banco y luego desahuciado al entrar en coma por varias semanas. Los médicos, los amigos y hasta la familia le piden a Charles que lo deje descansar, pero él no solo se resiste sino que se interna en el bosque, donde, en lo alto de una colina, levanta un altar. Luego de varios días y en el peor momento de angustia, se le aparece un anciano, al que Charles solo le hace una consulta: “Qué debo hacer”. Él, antes de desaparecer misteriosamente por detrás del altar, responde: “Esperar y no perder la fe”. La siguiente mañana, luego una noche de tormenta, James despierta y se levanta, curado.
Hace cuatro años, dos días antes de partir hacia la Argentina, y sin enterarnos del referido capítulo, hicimos algo similar en lo alto de una colina en el ingreso a Uni, en la frontera sureste de la ciudad, a unos pasos del templo del Señor de la Misericordia y con el nevado Illimani como testigo. Salvo algunos cambios, nuestra historia es increíblemente similar: la reacción, el altar, el anciano y su enigmática desaparición, la pregunta, el destierro… y el resultado.
Cuatro años después, volvimos al altar que levantamos, que yace cubierto por la maleza, pero es prueba viva de una promesa cumplida.
La promesa cumplida
"No más cartas de agradecimiento"
Nadie quiere internarse en un hospital fuera de su país, pero lamentablemente, por lo menos por ahora, esto seguirá sucediendo. Y para evitar que más gente sufra la enfermedad pero además el desarraigo, una palabra es clave: corresponsabilidad. Que cada Estado haga su parte de manera responsable.
El argentino ya lo hace salvando vidas. La pregunta es: por qué si los indicadores económicos de Bolivia son los mejores de la región, aún no tenemos salud pública, gratuita e integral. Qué dice Luis Arce Catacora, actual Presidente boliviano, pero que su momento fue el inamovible ministro de Economía, pero que debió dejar el cargo por algún tiempo, precisamente para tratarse, fuera del país, un tipo de cáncer.
– Ministro, si nuestros indicadores económicos están tan bien, ¿por qué no se reflejan en los indicadores sociales? Es decir, ¿por qué aún no tenemos salud pública gratuita e integral?, le preguntamos en una de sus visitas a Buenos Aires.
– Lo que hay que entender es que, según la Constitución, la salud es una responsabilidad compartida, no solo es el Gobierno Nacional, sino también los gobiernos departamentales y los municipios. Lo mejor va a ser que, de una vez, modifiquemos y que demos a uno solo la responsabilidad total de la educación y de la salud. De todo el tema de salud que se haga cargo, por ejemplo, el Gobierno Nacional.
Luis Arce, cuando era ministro de Economía, viajó al Brasil para tratarse un tipo de cáncer (Foto: ABI).
En tanto Bolivia resuelva el problema de salud muchas personas, como el Presidente Arce, seguirán saliendo del país en busca de ayuda en Estados amigos.
El problema es que cada una de estas personas es olvidada por el Estado boliviano. Y este no es un reclamo solo de las familias migrantes sino de los propios hospitales argentinos, como lo alude la responsable de Atención al Paciente del Hospital Garrahan, Ana Brun: “Hemos recibido muchas cartas de agradecimiento y no nos interesan cartas de agradecimiento, lo que nos interesa es que si un paciente tiene que quedarse en Buenos Aires, nos ayuden desde los consulados y las embajadas a darles las condiciones para hacerlo, que se cubran sus necesidades sin que tengamos que estar diciendo que hay que tramitar un documento argentino o derivarlos a Desarrollo Social”.
Algunas familias bolivianas dejan nacimientos como este en la capilla del hospital Garrahan, en agradecimiento por haber curado a sus hijos e hijas.
¡El cáncer se cura!
Llegar al tercer año de tratamiento es una de las etapas más felices porque dejamos la quimioterapia y las tabletas, y empezamos a hacer solo controles, primero cada semana y luego cada mes. Al ingresar al cuarto año los controles se hacen cada dos meses y luego serán cada tres y seis.
Han pasado cuatro años desde que llegamos a la Argentina, un país que hemos adoptado como nuestra segunda nación y al que estaremos eternamente agradecidos porque nuestra hija renació en esta tierra.
A hospitales como el Garrahan, decenas de familias bolivianas les debemos algo más sagrado que nuestras vidas: la vida de nuestros hijos e hijas.
A hospitales como el Garrahan, decenas de familias bolivianas les debemos algo más sagrado que nuestras vidas: la vida de nuestros hijos e hijas.
En este tiempo hemos sufrido tristeza y desarraigo, pero también hemos sentido la mano amiga y comprobado en carne propia que el cáncer tiene cura.
Lo sabemos nosotros y lo sabe Johan, un joven orureño de más de 20 años que llegó a Buenos Aires el 2014, cuando tenía 15, con un tumor en el cerebro que le causó ceguera, pero que en este lapso fue controlado por los profesionales del Garrahan.
Llegó con su madre y luego se sumó a ellos su hermana mayor. Los tres retornaron a Bolivia el 2017, pero un año después debieron volver a Buenos Aires porque en Oruro no encontraron un ambiente amigable para los ciegos.
Cuán diferente es en este sentido la ciudad de la diablada a la capital del tango, donde, a pesar de ser una inmensa metrópoli, Johan ya caminaba y viajaba solo, asistía a una escuela especial y paralelamente a otra regular. En ambas sus profesoras coordinaban los contenidos y seguían de cerca su aprendizaje. Incluso, practicaba periódicamente el goalball o fútbol para ciegos.
En Oruro, en cambio, todo le era más difícil, incluso poder tomar el transporte público. Conozcan su historia relataba por él mismo, primero en un registro de 2014 y luego, con la voz ya cambiada, en 2018.
El 24 de diciembre de 2018, cuatro años, un mes y 10 días después nosotros también decidimos volver. Los cambios son abismales: llegamos a Buenos Aires con dos niñas y volvimos con dos jovencitas, que ya no querían retornar.
Las dos maletas con las que salimos ahora son 22. A Canela y Bruno que esperaban en Bolivia, su sumó un nuevo integrante, Charlie, un caniche café. Dejamos La Paz en la Navidad de 2014 y retornamos en la Noche Buena de 2018. No fue fácil salir, pero lo es menos volver. Ya lo dijo escritor y periodista argentino Tomás Eloy Martínez: en cualquier proceso migratorio, lo difícil es el retorno.
El milagro sucedió un año después: en noviembre de 2019, exactamente cinco años después de dejar La Paz y llegar al Garrahan de Buenos Aires. Si bien es una noticia que nos la habían adelantado como probable, el escucharla de la voz de Cristian Sánchez La Rosa, hemato-oncólogo pediatra del hospital, adquiere un sentido casi milagroso.
Ese día, en La Paz, llovió.